Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo, el amor exacerbado a nuestra propia imagen, ideas, y opiniones, nos impide muchas veces valorar el esfuerzo de nuestro prójimo, las cosas valiosas que existen en nuestros hermanos, así como las limitaciones propias de nuestra naturaleza humana; de tal manera, que no debemos gloriarnos en los dones y talentos que hemos recibido de la Providencia, antes, al contrario, agradecer los favores recibidos para mejor amar y servir a Dios nuestro Señor.
¿Qué tenemos que no hayamos recibido de Dios? Pues si de nuestro Señor hemos recibido todo lo que somos, aprovechemos para mejor servir a los demás en miras a su salvación eterna, utilicemos lo poco o mucho que tengamos para dar gloria a Dios y alcanzar la gloria eterna a que hemos sido llamados, porque son muchos los talentos que nos han sido concedidos a todos los hombres, pero todo proviene de las manos misericordiosas de Dios nuestro Señor, que nos los otorga para alcanzar la gloria eterna, para aliviar nuestras limitaciones, para amarnos como hijos de Dios.
¿Cuántas veces no hemos caído en actitudes y hechos inspirados por el amor propio? Al grado de llegar a despreciar a los demás, cuando todo lo que tenemos lo hemos recibido del mismo Dios, ¿de qué gloriarnos o ensoberbecernos? Antes, al contrario, aprovechar las potencialidades para sirviendo a nuestro prójimo merecer la bienaventuranza eterna.
"Porque donde hay envidia y contienda: allí hay inconstancia y toda obra mala. Mas la sabiduría que desciende de arriba, primeramente es casta, después pacifica, modesta, dócil, que se acomoda a lo bueno, llena de misericordia y de buenos frutos, no juzgando, ni fingiendo." Santiago III, 16.
Una de las razones por las cuales la Divina Providencia, respetando nuestra libertad, permite los errores y caídas en nuestro caminar, es para que también comprendamos a nuestro prójimo, que no lo juzguemos con tanta severidad, que seamos más indulgentes, y podamos dar palabras de aliento al hermano caído.
"Cuando tu corazón caiga, levántalo suavemente, humillándote mucho en la presencia de Dios con el conocimiento de tu miseria, sin asombrarte de tu caída, pues no es de admirar que la enfermedad sea enferma, la flaqueza sea flaca y la miseria miserable. Pero detesta con todo tu corazón la ofensa que has hecho a Dios, y lleno de valor y confianza en su misericordia, vuelve a emprender el camino de la virtud que habías abandonado." San Francisco de Sales, introducción a la vida devota; José Tissot, el arte de aprovechar nuestras faltas, capítulo I, página 18.
También los errores y reveses en la vida llevados con paciencia, son instrumentos para practicar la santa virtud de la humildad, son una enseñanza en nuestra propia existencia, que con mucha facilidad teniendo un espíritu cristiano nos pueden enseñar a amar a nuestro prójimo, a rogar por los vivos y difuntos, a bajarnos del pedestal que en ocasiones nos pone el amor a nuestra propia excelencia.
Roguemos a la augusta Madre de Dios, se digne concedernos la santa virtud de la humildad, unida a la fortaleza para cumplir con nuestras obligaciones de estado, llevar nuestra cruz de cada día, y alcanzar la gloria eterna.