Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo, tarde o temprano debemos morir, y entregar cuentas de la administración de nuestra vida, enfrentar el juicio particular, y recibir la sentencia eterna de nuestro destino: el cielo o el infierno. ¿Para qué tanto desgaste por las cuestiones transitorias?, ¿por qué temer a la muerte?, debemos ocuparnos en nuestra salvación eterna, servirnos de los oficios de cada día para convertirlos en escalones para subir al cielo.
Se pierde mucho en las cuestiones de amor propio y respetos humanos, pudiendo simplificar nuestra vida en cumplir nuestras obligaciones de estado, amando y sirviendo a Dios nuestro Señor, haciendo nuestro mejor esfuerzo y confiando en la Divina Providencia para que nunca nos falte casa, vestido, salud y sustento.
"No te ruego, que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, así como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos con tu verdad. Tu palabra es la verdad." San Juan XVII, 15.
Es necesario vivir en el presente mundo con sus alegrías y penalidades, es el medio por el cual llegamos a la eternidad, siendo la muerte, la puerta a nuestra patria eterna, el encuentro con el Autor de nuestra vida, entonces apreciaremos el valor de la vida católica, el poder del santo Rosario, la fortaleza de los Sacramentos, la importancia de la fidelidad a los mandamientos de la ley de Dios.
Pretiosa in conspectu Domini mors Sanctorum ejus. "Preciosa en la presencia del Señor la muerte de sus santos". Salmo CXV, 15.
Vale la pena entregarnos a la meditación de las verdades eternas, a la oración, a la frecuencia de los Sacramentos, tener fe en la santa Misa, invocar a los Bienaventurados, la devoción a la santísima Virgen María, vivir santa y piadosamente conforme nuestro estado lo permita, es en verdad la mejor inversión que podemos hacer, es el motivo de nuestra estadía en la tierra, sencillamente para eso vivimos.
Cuanto tiempo se llega a perder en las diatribas personales, en las rencillas, rivalidades, sentimentalismos, preocupaciones por el dinero y las cuestiones del día a día; cada asunto tiene su lugar y su momento, definamos el motivo de nuestra vida, establezcamos prioridades prácticas, resoluciones efectivas, y vivamos conscientes de que nuestra patria final es el paraíso.
"Luego mi fin no son precisamente las riquezas, los honores, las delicias; representar un papel brillante en el mundo, lucir, gozar, sino principalmente y ante todo servir a Dios; y servirle, no a mi antojo y capricho, sino como Él quiere que le sirva." San Ignacio de Loyola, ejercicios espirituales.
Roguemos a la augusta Madre de Dios, nos permita vivir santa y piadosamente en la presente vida, para ver y gozar de Dios nuestro Señor después de la muerte.