Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo, en el mundo hay muchas distracciones, ocupaciones, y oficios que desempeñar, así como en nuestra vida católica existen diversos quehaceres benéficos para nuestras almas, pero ante todo, debemos vivir en gracia de Dios, es el fundamento de la vida espiritual, la empresa más importante de nuestra existencia, de la cual pende nuestra eternidad: "Salvada el alma, todo está salvado; perdida el alma, todo está perdido, y perdido para siempre."
Licitas, saludables son las ocupaciones honestas en el mundo, laudables los oficios en la santa Iglesia, pero una cosa es fundamental: vivir en gracia de Dios, cumplir con el fin de nuestra estadía en la tierra: amar a Dios nuestro Señor con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todo nuestro entendimiento por sobre todas las cosas, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
"En todo pecado, el hombre se deja influenciar por el seductor original. Todo pecador, al pecar, se pone del lado de los enemigos de Dios, siendo el diablo el primero de ellos. El pecador se somete al diablo cuando deja de obedecer a Dios. El hombre no puede salir de la siguiente alternativa: o se somete a Dios o queda sometido al diablo". Michael Schmaus, Teología Dogmática, tomo II, § 124, página 274.
El hombre hace buenas las obras por su unión con Dios nuestro Señor, porque aún las obras más dignas pueden corromperse por la intención y el estado de nuestra alma, así leemos en las sagradas escrituras:
"Y cuando ayunéis, no os pongáis tristes como los hipócritas. Porque desfiguran sus rostros, para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo, que ya recibieron su galardón. Mas tú, cuando ayunas, unge tu cabeza, y lava tu cara, para no parecer a los hombres que ayunas, sino solamente a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te galardonará." San Mateo VI, 16.
"Y si tuviere profecía, y supiere todos los misterios, y cuanto se puede saber: y si tuviese toda la fe, de manera que traspasase los montes, y no tuviere caridad, nada soy. Y si distribuyere todos mis bienes en dar de comer a pobres, y si entregare mi cuerpo para ser quemado, y no tuviere caridad, nada me aprovecha." Corintios XIII, 2.
Bueno y saludables es dar de comer al hambriento, de beber al sediento, posada al peregrino, visitar a los enfermos y a los presos, pero santifiquemos nuestras obras con la gracia de Dios, de quien recibimos todos los bienes y merecimientos para la vida eterna.
"La gracia santificante establece una participación de la divina naturaleza (sentencia cierta)." Ludwig Ott, Manual de teología dogmática, página 392.
No es la obra por la obra, amados hermanos, es el espíritu que anima las obras, recibió mayor galardón la mujer que narra el Evangelio, que entregó una pequeña limosna en secreto, con pureza de intención, dando lo que le faltaba; que los ricos que hacían tocar la trompeta para ser vistos de los hombres, los cuales daban lo que les sobraba.
Qué importante es el estado de gracia y la recta intención, puede cambiar por completo el sentido de una obra, y son las cosas que ve Dios nuestro Señor en lo profundo del alma, por eso nos insiste en que no debemos juzgar, porque no conocemos el espíritu de las obras, y muchas veces nos limitamos a emitir un juicio por lo exterior.
Sea pues, nuestra ocupación, vivir en gracia de Dios, procurar hacer las cosas con recta intención para agradar a nuestro Señor, emplearnos en vivir unidos al Autor de nuestra vida, ser templo vivo de la Santísima Trinidad, morada del Espíritu Santo, llevar el buen olor de Cristo en nuestras obras, haciendo de lo ordinario algo sobrenatural por el influjo de la gracia santificante.
Recurramos al trono de la misericordia, al patrocinio de la augusta Madre de Dios, para implorar las gracias necesarias con las cuales santifiquemos nuestra vida, obras, e intenciones, para de esta manera alcanzar la bienaventuranza eterna.
"¿Cuándo, cuándo acabaré de decidirme? ¿Lo voy a dejar siempre para mañana? ¿Por qué no dar fin ahora mismo a la torpeza de mi vida?" San Agustín, Confesiones, libro VIII, capítulo XII, página 154.