El mayor enemigo de la vida espiritual, según el sentir de los autores espirituales, no es el mundo con sus tentaciones, ni el demonio con sus asechanzas, sino el amor desordenado de sí mismo. Si en nosotros no tuviera lugar –el amor de sí mismo-, las tentaciones del mundo y las insidias del demonio serian fácilmente vencidas; por el contrario, existiendo aquél –el amor de sí mismo-, en él encuentran su más poderoso cómplice.
En primer lugar, toma el disfraz del honor, o del cuidado del buen nombre y de la propia dignidad. Dice por ejemplo: El hombre, lo mismo que el ángel, se ama naturalmente a sí mismo, quiere el bien para sí; en esto no existe desorden alguno. Aún más; incluso la caridad sobrenatural exige que nos amemos a nosotros mismos más que al prójimo. Sin embargo, este amor propio desordenado no dice que tanto en el orden natural como en el sobrenatural el amor a nosotros mismos debe subordinarse al amor de Dios, autor de la naturaleza y de la gracia. Y si mueve a considerar tal subordinación será de un modo teórico y abstracto, pero no de un modo práctico y en un sentido concreto. De ahí que implícita, pero realmente busquemos demasiado nuestro propio interés.
El amor propio desordenado puede causar, por así decirlo, cierto desorden en todos nuestros actos, incluso los más elevados, siempre que no los practiquemos por amor a Dios, sino por nosotros mismos, para satisfacer nuestro apetito natural. Poco a poco se vicia nuestra vida interior y la vida de Cristo en nosotros se hace imposible.
Muchos son por consiguiente, los que, en lugar de cultivar el amor de Dios, fomentan la estima exagerada de sí mismos; de sus cualidades; buscan la aprobación y alabanza de los demás; no ven los defectos propios, dedicados a aumentar los de los demás.
El amor desordenado de sí engendra la soberbia, la vanidad, e incluso, a veces, la concupiscencia de la carne y de los ojos; en consecuencia, todos los pecados capitales cuya fuente o principio es la concupiscencia, [en sentido estricto es: El apetito desordenado de satisfacer a los sentidos contra las normas de la razón].
Entonces es cuando se manifiesta la gran oposición entre el amor de Dios y el desordenado amor de sí. El verdadero amor de Dios busca, quiere el beneplácito de Dios, quiere agradarle. Por el contrario, el amor desordenado de sí busca la satisfacción personal, aun con desagrado de Dios.
El amor de Dios mueve a generosidad, a buscar verdadera y prácticamente la perfección; el amor desordenado de sí mismo tiende a evitar las molestias, rehúsa la abnegación, el trabajo, la fatiga. El amor de Dios tiende a destruir el interés propio, piensa que nunca ha hecho bastante por Dios y por las almas; pero el desordenado amor de sí cree que ya ha hecho demasiado por Dios y por el prójimo. El amor verdadero para con Dios quiere no solo recibir, sino dar a Dios gloria y honor, con celo verdaderamente apostólico. El desordenado amor de sí no aspira a dar, sino a recibir; como si el hombre fuera el centro del universo, hace girar todo en torno a sí.
El desordenado amor de sí camina a la destrucción en nuestra alma, del amor de Dios y del prójimo, lo cual sucede cuando se llega a cometer el pecado mortal, en particular si es repetido. Cada vez aumenta más la aversión a Dios y la conversión al bien creado y al amor de sí.
San Agustín describe con frecuencia esta oposición trágica entre el amor de Dios y el desenfrenado amor de sí: Dos amores hicieron dos ciudades; el amor de Dios, llevado hasta el desprecio de sí, hizo la ciudad de Dios; y el amor de sí, llevado hasta el desprecio de Dios, hizo la ciudad de Babilonia o de la perdición (De Civ. Dei. Lib. 14, cap. Último).
Subterfugios del amor propio:
El sentimentalismo es la ficción sensible de un amor a Dios y del prójimo, que no existen como tales en la voluntad espiritual. El alma se busca a sí más que a Dios. Para borrar esta imperfección viene la purificación pasiva por la aridez sensible.
Si el alma, en medio de la sequedad, no es bastante generosa, cae en la pereza espiritual, en la tibieza, deja de caminar eficazmente a la perfección.
Igualmente, el desordenado amor de sí desvirtúa nuestro trabajo intelectual o apostólico; buscamos en él la satisfacción personal, la alabanza más que a Dios y a las almas.
Cómo combatirlo eficazmente:
1º Hemos de conocer el defecto predominante para poder combatirlo y lograr la victoria. La virtud y el vicio opuesto no pueden coexistir al mismo tiempo en el mismo sujeto, aun cuando puedan coexistir cómo disposiciones en potencia. La lucha vendrá más tarde, y entonces, o prevalece la inclinación buena bajo la forma de virtud actual, o el defecto predominante en forma de vicio actual.
De este modo el defecto predominante inicial es aquello por lo que una virtud degenera en un vicio materialmente semejante, aunque realmente contrario; por ejemplo: la inclinación a la humildad degenera en pusilanimidad; la inclinación a la magnanimidad, en soberbia y ambición; la inclinación a la fortaleza, en ironía amarga y crueldad; la inclinación a la justicia, en rigorismo; la inclinación a la mansedumbre y misericordia, en debilidad.
2º Considerar bajó que forma prevalece en nosotros el amor propio, es decir, ver si se aparece bajo el aspecto de soberbia, de vanidad, de pereza, de sensualidad, de gula o de ira; en otros términos, ver cuál sea nuestro defecto predominante, que se manifestará en los pecados que más frecuentemente cometemos y que será como el alimento de nuestra fantasía.
En algunos la soberbia, por ejemplo, vence a la irascibilidad por conservar la estima humana; en otros la pereza domina a la soberbia, sin importarles nada la buena consideración de los demás.
3º Vigilar para dominar el defecto predominante con tenacidad y perseverancia a fin de adquirir dominio sobre uno mismo, no por la estima de los hombres, sino por Dios. En otros el defecto dominante no se manifiesta tan claramente, sino que el amor propio toma formas muy diferentes.
4º El defecto dominante se ha de combatir de todas las maneras, sustrayendo lo que pueda alimentarlo y obrando cada vez más por amor de Dios, para agradarle: primero en todo lo exterior de obligación y de más fácil cumplimiento por espíritu de fe; luego en todo lo interior y cuyo cumplimiento es más difícil.
5º Tres cosas se requieren en esta lucha:
Pureza de intención.- Así formaba San Benito a sus religiosos: Cumplid con pureza de intención, con espíritu de fe, de esperanza, de amor de Dios, para agradar a Dios, todos los actos determinados por la regla. Tales religiosos, incluso conversos, practicando con este espíritu y con esta pureza de intención los actos externos de la vida religiosa, alcanzaban una gran perfección, notable unión con Dios; lograban una perfecta victoria sobre el amor propio.
Abnegación progresiva externa e interna.- El que quiere venir en pos de Mí niéguese a sí mismo. Se a de practicar siempre que la ocasión se presente para que el amor de Dios y del prójimo prevalezca sobre nuestro desordenado amor propio.
Recogimiento habitual.- Disponerse a sí mismo, para que Cristo viva en uno, lo cual se manifestara en pureza de intención y en su abnegación progresiva externa e interna de su vida cotidiana, sin afectación o fingimiento teatral, sino como parte de su personalidad, lo cual se deberá ejercitar con mucha perseverancia.
Consecuencias prácticas de un alma que vence el amor de sí:
1º El alma ya no ora como lo hacía hasta este momento, limitando su oración a las exigencias del propio interés. Inicia una aceptación generosa de los sufrimientos y da gracias por los beneficios particulares y por el universal beneficio de la creación, de la elevación a la vida de la gracia, de la encarnación, de la redención, de la eucaristía.
2º Comienza el alma a desechar una vida excesivamente personal, a despreciarse a sí misma, al compararse con Cristo. Comienza a gustar de las humillaciones y a aceptar los desprecios sin que le causen ansiedad. El alma termina por tener en poco sus propias virtudes, por ser limitadas, y comienza a amar, como bien propio las inmensas perfecciones propias del mismo Cristo. Lo que parece grande a los soberbios y ambiciosos, a ella le parece nada, porque ha renunciado a su propia gloria.
3º El alma considera a las demás personas como lo haría el mismo Cristo. En todos halla algo hermoso y digno de imitar, porque también en una florecilla silvestre se encierra la belleza. Ama particularmente a los pobres, por ser los miembros doloridos de Cristo; y a los niños, por su inocencia. Los ama de un modo semejante a como Cristo los amó. Ama a los ancianos abandonados, en quienes a menudo encuentra la sabiduría.
4º Los dones ilustran muy vivamente la fe de esta alma. Entiende fácilmente el sentido espiritual de los sucesos de cada día.
5º Aumenta su confianza en Cristo, porque Cristo le comunica la suya propia. San Felipe Neri decía: Cuando desconfío de mí mismo es cuando más confío en la gracia de Dios.
6º El amor de Dios aumenta notablemente. Comienza a causar en el alma un cierto éxtasis espiritual, no corporal; mientras el hombre natural piensa casi siempre en sí mismo, aunque de una manera confusa, en sus propios intereses, el alma espiritual piensa casi siempre en Dios; ama a Dios verdaderamente, y en el mismo Dios se ama a sí misma y al prójimo, para más glorificar a Dios estando llena de paz y alegría al menos en lo más profundo de su alma.
7º Una aceptación generosa de la cruz. Si hay almas generosas que se ven impulsadas a ofrecerse a Dios como víctimas es porque Cristo, previendo estos futuros dolores, les inspiró tal resolución. De ahí que el mismo las conforta como si fuera Él mismo quien sufre en ellos. En este sentido Cristo está en agonía hasta el fin del mundo. Así fue Cristo fortaleza de los mártires, sufriendo en ellos durante los primeros tres siglos de la Iglesia.