27 Jan
27Jan

Tomado del libro: "Vida Espiritual" de Mons. Luis María Martínez.


Veamos ahora cómo en la vida interior los caminos de Dios no son nuestros caminos. Con lo cuál acabaremos de resolver nuestro problema.

Nosotros concebimos la vida espiritual muy a nuestro modo, es decir, de una manera muy humana, sobre todo en los principios, cuando no tenemos ninguna experiencia de ella. Nos imaginamos que es una vida siempre ascendente, en la que siempre se sube y nunca se baja, y no nos damos cuenta de que en la vida espiritual, como en toda vida humana, tiene que haber altas y bajas.

Pensamos que cada día han de ir desapareciendo nuestras faltas, y se ha de ir purificando nuestra alma sin cesar. Y, en efecto, nuestra alma se va purificando cada día más y más, pero es una purificación de fe, no una purificación tangible, que pudiera palparse, como en nuestros apuntes de examen particular, de manera que ayer tuviéramos ocho faltas; hoy, seis; mañana, cuatro, y dentro de dos días ninguna.

Pensamos que es una vida de fervor siempre creciente, en la que nos vamos sintiendo cada día más entusiasmados, más unidos con Nuestro Señor. Un cambio de luz, sin eclipses, ni más ni menos que lo que acontece en nuestros días ordinarios: primero, la suavidad de la aurora; luego, el amanecer lleno de esperanzas, y, poco a poco, el sol va llenando con su calor y con su luz la tierra, hasta que llega a la plenitud del medio día. Así nos imaginamos la vida espiritual.

¿Las tentaciones?... Seguramente vendrán, pero como un deporte espiritual, para romper la monotonía de la vida, y, naturalmente tentaciones siempre vencidas.

Pero LOS CAMINOS DE DIOS NO SON NUESTROS CAMINOS... Casi me atrevería a decir que la vida espiritual es casi contraria a lo que nos imaginamos. Es verdad que sube, pero bajando...; es verdad que purifica el alma, pero en medio de tentaciones y caídas...; es verdad que crece la luz, pero es una luz cubierta de sombras.

De manera que para que la luz crezca es necesario que las tinieblas nos envuelvan, y para que la pureza aumente es preciso que las tentaciones más penosas nos asedien, y para que el fervor verdadero se arraigue en el alma, es indispensable que el fervor sensible desaparezca con frecuencia.

Y así, en medio de la oscuridad, de la impotencia, de las luchas, de las tentaciones, de las caídas, es como vamos subiendo, pero sin darnos cuenta de que subimos, hasta que llegamos a la meta de nuestras aspiraciones.

La ignorancia de esta verdad que los caminos de Dios son muy distintos de nuestros caminos es la causa de muchos desconciertos en las almas.

Cada vez que tenemos un fracaso en nuestra vida espiritual, nos desconcertamos, y creemos que nos hemos extraviado; porque nos habíamos imaginado una senda plana, un sendero, un camino sembrado de flores; y al encontramos con un sendero abrupto, lleno de espinas, sin atractivo alguno, creemos haber errado el camino; y lo que pasa es que los caminos de Dios son muy distintos de nuestros caminos.

A las veces contribuye a aumentar esta ilusión la vida de los santos cuando no nos revelan de una manera integral la historia profunda de esas almas, cuando sólo la manifiestan de una manera fragmentaria, escogiendo únicamente los rasgos atractivos y hermosos.

Nos llaman la atención las horas que pasaban en oración, la generosidad con que practicaban las virtudes, los consuelos que recibían de Dios. No vemos sino lo brillante, lo hermoso, y perdemos de vista las luchas, las oscuridades, las tentaciones, las caídas porque pasaron.

Y pensamos: Oh, si yo viviera como esas almas! ¡Qué paz, qué luz, qué amor el suyo!... Sí, eso es lo que vemos; pero si penetráramos a fondo en el corazón de los santos, comprenderíamos que los caminos de Dios no son nuestros caminos.

Los caminos de Dios para alcanzar la perfección, entendámoslo bien, son caminos de lucha, de sequedad, de humillaciones y hasta de caídas...

Sin duda, que en la vida espiritual hay luz y paz y dulzura; y una luz espléndida ante la cual es oscuridad la doctrina de los hombres más sabios de la tierra, una paz superior a todo lo que se puede desear, y una dulzura que supera a todos los consuelos de la tierra. Sí, hay todo esto, pero a su tiempo, y en todo caso es algo pasajero. Lo habitual, lo más común en la vida espiritual, son esas etapas en las que tenemos que sufrir y que nos desconciertan porque esperábamos otra cosa.

La mayor parte de las almas que viven en medio de tentaciones piensan que andan muy mal; las que tienen la desgracia de caer, creen que todo está perdido; las que viven en desolaciones se figuran que tienen la culpa de que Dios las haya abandonado.

De manera que es importantísimo en la vida espiritual pensar que no estamos extraviados cuando recorremos esos caminos extraños, sino que son los caminos de Dios; que nos costará mucho trabajo recorrerlos, que necesitaremos mucha abnegación para ir por ellos, pero esos son los verdaderos caminos para llegar a la perfección.

De una manera especial, el escollo principal en que se detiene el mayor número de almas es precisamente la desolación. Porque las tentaciones y las caídas son más bien escollos de la vida activa, mientras que la desolación es aparentemente el gran escollo de la vida contemplativa.

Por eso pudiéramos decir que el gran secreto de la vida espiritual está en saber apreciar las desolaciones, en saber aprovecharse de ellas.

Sin duda que también debemos saber utilizar los consuelos divinos. Porque hay almas demasiado austeras que se atemorizan cuando vienen y no los quieren, como hay otras que se apegan a ellos desordenadamente, buscándose a sí mismas.

No; debemos recibir agradecidos de las manos de Dios lo que nos da, así los consuelos como las desolaciones. Los unos como las otras vienen de Dios, a producir en nuestras almas la obra divina.

Pero no se necesita mucho para aprovecharnos de los consuelos ni suelen desconcertamos, y si nos apegamos a ellos, ya Dios se encargará de desapegarnos. El peligro está en las desolaciones, porque nos desconciertan, porque es raro y difícil saberse aprovechar de ellas.

Supongamos que las noches oscuras no sean tan frecuentes en la vida interior; pero las desolaciones son uno de los hechos más frecuentes en toda vida espiritual. Con frecuencia el cielo se nos nubla, se pierde la facilidad para la oración, siente el alma una impotencia absoluta, no puede discurrir ni formar afectos, ni siquiera estar pensando dos segundos en la misma cosa...

Otras veces hay como una disipación habitual; el espíritu, como una mariposa, pasa sin cesar de un asunto a otro y recorre en un momento una multitud asombrosa.

¡Cómo cuesta entonces la oración! Se hace eterna. Cuando el alma está consolada, las horas le parecen segundos, y se admira cómo han pasado tan presto. Así son los momentos de gozo, efímeros; en cambio, los de dolor son eternos, parecen siglos.

Así le parece al alma desolada el tiempo de oración. Ve el reloj, pensando que ya ha pasado la hora, y sólo han transcurrido cinco minutos.

Entonces se desconcierta, no sabe qué partido tomar, no sabe cómo portarse en aquella situación; declara que la cosa está perdida, piensa que ella tiene la culpa, que ya Dios la abandonó... Y entonces, una de dos: o se desespera, sufriendo horriblemente, o, viendo que aquello no tiene remedio, abandona la oración.

Y si no puede dejar la oración, va a ella porque tiene que ir, pero o deja al espíritu que vague libremente por dondequiera, o se pone a luchar sin saber cómo y muchas veces aumentando el alma su propio tormento, cansando más al espíritu y empeorando su situación.

¿Cuándo nos convenceremos de que "los caminos de Dios no son nuestros caminos", y que estos senderos tan llenos de oscuridad son los que nos conducen a la unión divina?

Pero, ¡qué caminos tan raros!, se nos podrá objetar. Nos parecen raros por nuestra torpeza, pero son preciosos. Las desolaciones en la vida espiritual tienen una hermosura especial; naturalmente, vistas en otra alma, porque cuando las tenemos en nuestra propia alma nos falta serenidad para saberlas apreciar.

Una desolación es hermosa como es hermoso el océano agitado por tremenda tempestad, como es hermoso el desierto en su aridez y en su silencio, como son hermosos esos terrenos volcánicos donde por todas partes no se ven sino rocas de formas caprichosas, barrancos profundos y ni una brizna de vegetación.

Así debe ser hermosa a los ojos de Dios un alma desolada. Es la hermosura trágica, dramática de los contrastes; por una parte, se pone de manifiesto nuestra miseria, nuestra pequeñez; por otra, se pone de relieve nuestra fidelidad a Dios, pues, a pesar de todo, no abandona su servicio y sigue caminando hacia Él.

Los griegos en sus tragedias pintaban siempre un gran carácter, un verdadero héroe que luchaba contra el destino, y, en medio de vicisitudes y de peligros asombrosos, permanecía impertérrito y lograba triunfar.

Así es la tragedia de la desolación: un alma débil, impotente, miserable, y que, a pesar de todo, permanece serena y triunfa al fin. Es como Jacob luchando contra el ángel, luchando contra el Señor. Por eso cambió su nombre por el de Israel, que quiere decir fuerte contra Dios.

En la desolación luchamos contra el Altísimo, y, siendo criaturas frágiles, somos, sin embargo, fuertes contra Dios. Es como Cristo agonizando en Getsemani, o subiendo jadeante la pendiente del Calvario, o muriendo clavado en una cruz; a los ojos de la razón humana esto es una ignominia, pero a los ojos de la fe tiene hermosura trágica y sublime.

Las ventajas espirituales que nos reportan las desolaciones son tantas y tales, que si las desolaciones no existieran, habría que inventarlas.

Nadie se ha santificado sin pasar por ellas. Y ¡en qué dosis! Santa Teresa de Jesús las sufrió durante dieciocho años, Santa Magdalena de Pazzis, durante veintidós... Qué plazos tiene Nuestro Señor! El mejor librado fue San Francisco de Asís, porque en la ingenuidad de su ternura se empeñó con Dios, y sólo dos años estuvo en desolaciones terribles.

Para que el alma pueda conseguir la perfección, es necesario que se desprenda de todo, como ya vimos, no sólo de las cosas exteriores y materiales, sino también de las espirituales e interiores. Pero, ¿cómo podremos desprendemos de las espirituales sino por medio de las desolaciones?

De las cosas materiales es cosa evidente cómo debemos desprendemos. Tengo apego al dinero, lo doy; a la estimación de los demás, busco las humillaciones, etc. Pero, ¿cómo desprendernos de las cosas espirituales, si Dios no nos quita lo que tienen de atractivo por las desolaciones? Y precisamente eso es lo que hace Dios en las desolaciones: no nos quita su gracia ni sus dones, sino lo que tienen de pegajoso. El alma desolada, ¿a qué puede apegarse?

Este es uno de los fines de la desolación, desprendemos de las cosas espirituales, y no sé que haya otro camino para seguirlo.

Por otra parte, para alcanzar la vida contemplativa se necesita vivir de fe en toda su plenitud. Pero para esto es necesario que Dios nos ponga en esos trances en que no nos queda más que la fe. Porque en medio de los consuelos no tenemos necesidad de hacer esos actos superiores, vivos, profundos, heroicos de fe.

En los días risueños hasta parece que no necesitamos de la fe; de tal manera, que nos parece palpar las cosas divinas. Sin duda, que aun en medio de los consuelos persiste en el fondo la fe; pero no tenemos ocasión de ejercitarla heroicamente como en la desolación. El navegante en tiempo bonancible no se preocupa del salvavidas en tanto que el náufrago se ase a él desesperante.



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