Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo, es una gran dicha vivir en amistad con Dios, en unidad con la iglesia reinante, purgante y militante; sabedores que nuestra patria es el paraíso, teniendo presente el fin de nuestra existencia, a saber: "El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma."
Es un grave impedimento la soberbia con todas sus ramificaciones, llegando a tal extremo de buscarnos en todo a nosotros mismos, de pretender alabar a Dios a nuestro gusto y parecer, cuando realmente, debemos amarlo como Él quiere ser amado: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras." San Juan XIV, 23.
Acomodar nuestra vida bajo la autoridad de los diez mandamientos de la ley de Dios, cristianizar nuestro modo de pensar y obrar, llevar el buen olor de Cristo en nuestras obras, evitando la soberbia que nos conduce hasta el desprecio del mismo Autor de la vida.
"Dos amores construyeron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio a Dios hizo la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad del cielo. La una se glorifica a sí misma, la otra se glorifica en el Señor. Una busca la gloria que viene de los hombres (Jn 5,44), la otra tiene su gloria en Dios, testigo de su conciencia. Una, hinchada de vana gloria, levanta la cabeza, la otra dice a su Dios: «Tú eres mi gloria, me haces salir vencedor...» (cf Sal 3,4)" San Agustín de Hipona, "La ciudad de Dios" 14, 28.
Recurramos a la Santísima Virgen María, imploremos su socorro para vivir conforme a la voluntad de Dios, particularmente, cobremos gran aprecio por el santo Rosario, por obtener la verdadera devoción a la augusta Madre de Dios, y mediante esta santa devoción, alcanzar la eterna bienaventuranza.
"La Santísima Virgen reveló al Beato Alano que, tan pronto como Santo Domingo predico el Rosario, los pecadores empedernidos se convirtieron y lloraron amargamente sus crímenes, los mismos niños hicieron penitencias increíbles y el fervor fue tan grande por doquiera que se predicó el Rosario, que los pecadores cambiaron de vida". San Luis María G. de Montfort, "El secreto del Rosario", rosa XXVII.
Dios te bendiga.