“Guardaos de imitar la obstinación de aquella devota de Roma de quien tanto hablan las maravillas del Rosario. Era una persona tan devota y tan fervorosa, que confundía con su santa vida a los religiosos más austeros de la Iglesia de Dios.
Deseaba consultar a Santo Domingo, y, habiéndose confesado con él, le impuso por penitencia rezar solamente un Rosario, y como consejo, rezarlo todos los días. Se excusó diciendo que ella tenía todos sus ejercicios reglamentados, que llevaba cilicio, que tomaba disciplina varias veces por semana, que hacía tantos ayunos y no sé cuantas penitencias. Santo Domingo la insta reiteradamente a seguir su consejo, pero ella no quiere; se retira del confesionario como escandalizada del proceder de su nuevo director, que quería persuadirla una devoción que no le agradaba. He ahí que estando en oración y arrebatada en éxtasis, vio su alma obligada a comparecer ante el Supremo Juez.
San Miguel alza la balanza, pone sus penitencias y otras oraciones en un platillo, y en el otro, sus pecados e imperfecciones; el platillo de las buenas obras no puede contrarrestar al otro; ella, alarmada, pide misericordia, se dirige a la Santísima Virgen, su abogada, la cual deja caer en el platillo de las buenas obras el único Rosario que por penitencia había rezado, y fue tanto su peso, que contrarrestó al de los pecados, siendo al mismo tiempo reprendida por la Santísima Virgen por no haber seguido el consejo de su servidor Domingo de rezar el santo Rosario todos los días. Cuando volvió en sí, fue a arrojarse a los pies de Santo Domingo, le contó lo ocurrido, pidióle perdón por su incredulidad, prometió rezar el santo Rosario todos los días y llegó por este medio a la perfección cristiana, a la gloria eterna. ¡Aprended de aquí, personas de oración, la fuerza, el aprecio y la importancia de esta devoción del santo Rosario con la meditación de sus misterios!”
San Luis María G. de Montfort, Obras completas, BAC, 1953, página 352.