12 Jan
12Jan

“En una ciudad de Flandes el año 1604 había dos estudiantes que en lugar de estudios y libros, pasaban el tiempo en francachelas y deshonestidades. Habían ido una noche, después de otras muchas, a casa de una mala mujer, en donde, vueltos a la suya el uno de ellos, que se llamaba Ricardo, se quedó el otro. Ricardo al prepararse para dormir, se acordó que aún no había rezado un Ave María que todos los días tenía de costumbre, y haciéndose fuerza, al fin la rezó, aunque de mala gana, sin atención y medio dormido. Al primer sueño siente de pronto dar en la puerta un golpe muy fuerte, y sin abrirse ve entrar a su compañero en figura espantosa. ¿Quién eres? Le preguntó. ¿Pues no me conoces? Dijo el otro.- Tan trocado y deforme te veo, que pareces un diablo.- ¡Infeliz de mí! Estoy condenado.- ¿Cómo?- Has de saber que al salir de aquella casa infame, vino el demonio y me ahogó, quedando mi cuerpo tendido en la calle y bajando a los infiernos mi alma.

Sepas también que a ti te aguardaba la misma suerte; pero por el Ave María que rezaste, te ha librado la Virgen. ¡Afortunado de ti, si te sabes aprovechar de este aviso que te da por mi medio! Dicho esto, se destapó mostrando las llamas y serpientes enroscadas que le atormentaban, y desapareció. Entonces Ricardo se tiró al suelo, y con llantos y gritos daba gracias a nuestra Señora de tan grande misericordia, prometiendo muy de verdad mudar de vida, cuando oyendo tocar a maitines en el convento de San Francisco, exclamó: esta es la voz de Dios que me llama a hacer penitencia, y sin más dilación se fue desde allí a pedir con instancia el santo hábito. Los religiosos se lo negaron, sabedores de su mala conducta. Entonces les contó el caso, y para cerciorarse de la verdad fueron dos a la calle que decía, donde con efecto encontraron el cadáver de su amigo ahogado y negro como un carbón. 

Con esto le admitieron, y vivió en la religión haciendo siempre vida muy ejemplar. Fue a las Indias a predicar la fe, y de allí al Japón, en el cual tuvo la dicha de ser quemado y morir mártir de Jesucristo Nuestro Señor. (Padre Alonso Andrade, de Bap. Virg.)” 


San Alfonso María de Ligorio, Las glorias de María, capítulo  VIII, 1.



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