“Una condesa española, instruida por Santo Domingo en la devoción del Rosario, lo rezaba diariamente con maravilloso adelanto en la virtud. Como aspiraba a la vida de perfección, pidió cierto día a un Prelado y célebre predicador algunas prácticas de perfección. Este Prelado le dijo que antes era preciso le declarase el estado de su alma y sus ejercicios de piedad, contestando ella que el principal era el Rosario que rezaba todos los días, meditando los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos con gran fruto espiritual para su alma.
El Obispo, entusiasmado al oír explicar las raras instrucciones encerradas en los misterios, le dijo: ‘Hace veinte años que soy doctor en teología; he leído muchas y excelentes prácticas de devoción, pero no he conocido nada más fructífero ni más conforme al cristianismo. Quiero imitaros; predicaré el Santo Rosario.’ Y así lo hizo, y con tal éxito, que al poco tiempo pudo ver un gran cambio de costumbres en su diócesis, muchas conversiones, restituciones y desprendimientos caritativos; el libertinaje, el lujo y el juego cesaron; comenzaron a florecer la paz en las familias, la devoción y la caridad. Cambio tanto más admirable cuanto que este Obispo había trabajado mucho para conseguirlo y hasta entonces ineficazmente.
Para inculcar mejor la devoción al Rosario, llevaba siempre uno muy hermoso, y enseñándolo al auditorio, decía: Sabed, hermanos míos, que yo, que soy vuestro Obispo, doctor en teología y en ambos derechos, me glorío de llevarlo siempre como el más ilustre signo de mi episcopado y doctorado.”
San Luis María G. De Montfort, El Secreto del Santo Rosario, rosa XXXVIII.