“A un hombre, dice el Beato Alano, que había probado inútilmente toda clase de devociones, para librarse del espíritu maligno que lo poseía, aconsejaron que se pusiera al cuello su Rosario, con lo que se alivió, habiendo experimentado que cuando le quitaban era atrozmente atormentado por el demonio, por lo cual resolvió llevarlo noche y día, lo que alejaba al demonio para siempre, por no poder soportar tan terrible cadena. El Beato Alano asegura que libró un gran número de posesos poniéndoles un Rosario al cuello.
Al R. P. Juan Amat, de la Orden de Santo Domingo, predicando la cuaresma en un lugar del reino de Aragón, le trajeron una joven posesa, y, después de haberla exorcizado varias veces inútilmente, le puso al cuello su Rosario, comenzando ella a dar gritos y aullidos espantosos, diciendo: ‘Quitadme, quitadme estos granos, que me atormentan’. Por fin, el Padre, compadecido de ella, le quitó el Rosario del cuello.
La noche siguiente, cuando el reverendo Padre estaba descansando en su lecho, los mismos demonios que poseían a la joven vinieron a él furiosos para apoderarse de su persona; pero con un Rosario que tenía fuertemente agarrado de la mano, a pesar de los esfuerzos que hicieron para quitárselo, los golpeó y arrojó, diciendo: ‘Santa María, Nuestra Señora del Rosario, amparadme’.
Cuando a la mañana siguiente iba a la Iglesia, encontró a la desgraciada joven aún posesa; uno de los demonios que estaban en ella empezó a decir, burlándose del Padre: ‘¡Ah, Hermano!, si no hubieras tenido tu Rosario, ya te habríamos arreglado’. Entonces el Padre arroja de nuevo su Rosario al cuello de la joven, diciendo: ‘Por los sacratísimos nombres de Jesús y María, su santa Madre, y por la virtud del santísimo Rosario, os mando, espíritus malignos, salir de este cuerpo inmediatamente’. En el acto tuvieron que obedecer y quedó libre la joven.
Estas historias ponen de relieve la fuerza del Santo Rosario para vencer toda clase de tentaciones de los demonios y toda clase de pecados, porque las cuentas benditas del Rosario los ponen en fuga.”
San Luis María G. De Montfort, El Secreto del Rosario, Rosa XXVII.