13 Jan
13Jan


La pereza se reduce al deleite sensible porque nace del amor al placer, en cuanto que nos inclina a evitar el esfuerzo y la molestia. Hay verdaderamente en todos nosotros una tendencia al menor esfuerzo, que paraliza o disminuye nuestra actividad. 


1º Naturaleza.

A).- La pereza es una tendencia a la ociosidad, o por lo menos, al descuido, a la torpeza en la acción. A veces es una disposición enfermiza que nace de un mal estado de salud.

Pero casi siempre es una enfermedad de la voluntad que rehúye y rechaza el esfuerzo. Es un verdadero parásito que vive a costa de los demás en cuanto puede. Manso y tranquilo mientras no se le moleste, enfurécese y revuélvese cuando se le quiere hacer trabajar. 

B).- Hay varios grados de pereza.

  1. El descuidado o indolente no acomete tarea sino con lentitud, flojedad e indiferencia; si hace algo, lo hace mal.

  2. El vago no rehúye enteramente el trabajo, pero se retrasa, va de una cosa a otra, y deja para un tiempo, que nunca llega, el trabajo a que se había comprometido.

  3. El verdadero perezoso no quiere hacer cosa alguna que le cueste fatiga, y muestra pronunciada eversión a cualquier trabajo serio del cuerpo o del espíritu.

C).- Cuando la pereza versa acerca de los ejercicios de piedad, llámase acidia (acedia espiritual), ésta es cierto disgusto de las cosas espirituales, que es causa de hacerlas con negligencia, de acortarlas, y a veces de omitirlas con vanos pretextos. Es la madre de la tibieza, de la que hablamos en la vía iluminativa. 


2º Malicia.

A).- Para entender la malicia de la pereza, se ha de tener presente que el hombre fue criado para trabajar. Cuando formó Dios a nuestro primer padre, le puso en un paraíso de delicias para que trabajara: ‘ut operaretur et custodiret illum’ Génesis II, 15 –para que le cultivase y guardase–. 

El hombre no es, como Dios, un ser perfecto; posee muchas potencias que ha menester de actuar para perfeccionarse; es, pues, una necesidad de su naturaleza el trabajar para ejercitar sus potencias, proveer a las necesidades de su cuerpo y de su alma, y tender de esa manera a su fin. La lay del trabajo fué, por ende, anterior al pecado original.

Pero luego que el hombre hubo pecado, fué el trabajo para él no solamente una ley de su naturaleza, sino también un castigo; porque hízosele penoso, y se convirtió en medio de reparar su pecado; con el sudor de nuestra frente hemos de comer el pan, tanto el que es alimento del espíritu, como el que da fuerzas al cuerpo: ‘in sudore vultus tui vesceris pane’ Génesis III, 19 –Mediante el sudor de tu rostro comerás el pan–. 

A esas dos leyes, natural y positiva, falta el perezoso; comete, pues, un pecado, cuya gravedad se mide por la gravedad de las obligaciones que descuida.

  1. Cuando llega a dar de lado a los deberes de religión necesarios para su salvación o su santificación, comete un pecado grave. Igualmente, cuando voluntariamente descuida, en materia de importancia, algunas de las obligaciones del propio estado.

  2. Cuando no descuida sino deberes, religiosos o civiles, de menor importancia, el pecado no es más que venial. Pero es muy escurridiza la pendiente, y, si no hace nada contra la indolencia, no tardará en crecer ésta y hacerse más dañina y culpable.

B).- En el orden de la perfección es la pereza espiritual uno de los obstáculos más fuertes, por razón de sus desdichados efectos.

  1. Torna más o menos estéril nuestra vida. Bien puede aplicarse al alma lo que la Sagrada Escritura dice del campo del perezoso:

Pasé junto al campo de un perezoso,
y por junto a la viña de un necio.

Y ví que estaba lleno de ortigas,

los espinos cubrían la tierra,

y la cerca de piedras estaba caída…

Dormirás un poco, y otro poco lo pasarás adormilado;

cruzarás los brazos para descansar;

y llegará la pobreza como por la posta

y la miseria como un guerrero.’ 

Proverbios XXIV, 30.

Así acontece en el alma del perezoso: en vez de las virtudes, crecen en ella los vicios, derrúmbanse poco a poco los muros que en defensa de la virtud había levantado la mortificación, y queda abierta la brecha para que entre el enemigo, o sea, el pecado.

  1. Bien pronto aprietan y asedian con mayor fuerza las tentaciones: porque la ociosidad es maestra de mucha malicia: multan malitiam docuit otiositas Eclesiástico XXXIII, 29. La pereza con la soberbia perdió a Sodoma: ‘He aquí cuál fué el pecado de Sodoma: la soberbia, la hartura del pan, la abundancia y el ocio en que vivían sus hijos’ Ezequiel XVI, 49.
    El espíritu y el corazón del hombre no pueden permanecer inactivos: si no están ocupados con el estudio o con algún otro trabajo, pronto los invade una turba de imágenes, de pensamientos, de deseos y de afectos; más en el estado de naturaleza caída, lo que impera en nosotros, cuando no hacemos nada contra ella, es la triple concupiscencia; los pensamientos que predominarán en nuestra alma, y la expondrán al pecado, serán los sensuales, ambiciosos, soberbios, egoístas, interesados.

C).- Más, no solamente la perfección, sino también la salud eterna del alma peligra con la pereza. Porque, además de los pecados positivos en que nos hace caer la ociosidad, solo el no cumplir con nuestros principales deberes es ya causa suficiente de reprobación. Fuimos criados para servir a Dios y cumplir con nuestras obligaciones, somos obreros que envió Dios a trabajar en su viña; pero el amo no solo exige a sus trabajadores que no hagan daño, sino que quiere que trabajen; si, pues, sin cometer actos positivos contra las leyes divinas, nos cruzamos de brazos en vez de trabajar, ¿no nos reñirá el Dueño, como a los trabajadores, por nuestra ociosidad: ‘quid statis tota die otiosi’?

El árbol estéril, solamente por no dar fruto, merece ser cortado y arrojado al fuego; ‘omnis ergo arbor, quae non facit fructum bonum, excidetur et in ignem mittetur’ –Y todo árbol que no produce buen fruto, será cortado y echado al fuego– San Mateo III, 10.


3º Remedios.

A).- Para curar al perezoso es menester primeramente grabar hondamente en su alma las verdades que se refieren a la necesidad de trabajar; hacerle entender que, tanto los ricos como los pobres, están sujetos a esa ley, y que basta con faltar a ella para incurrir en eterna condenación. Esa es la enseñanza que nos da el Señor en la parábola de la higuera estéril; tres años fue el dueño a cortar el fruto, y, viendo que no daba ninguno, mando al labrador que la cortara; ‘succide illam, ut quid terram occupat?’ –Córtala, pues ¿para qué ha de ocupar terreno en balde? – San Lucas XIII, 7. 

No diga nadie: yo soy rico y no tengo necesidad de trabajar. Si no tienes necesidad de trabajara para ti, debes trabajar para los demás. Dios, que es tu amo, te lo manda: si te ha dado brazos, cerebro, inteligencia, fuerzas, ha sido para que los emplees en su gloria y en el bien de tus hermanos. Ciertamente, no falta en qué emplearlos: ¡cuántos pobres por socorrer, cuántos ignorantes por instruír, cuántos corazones heridos a quienes consolar, cuántas empresas por fundar que darían trabajo y pan a los que no lo tienen! Y, cuando se quiere fundar una familia numerosa, ¿no hay qué pasar fatigas y trabajar para asegurar un porvenir a los hijos? Tengamos muy presente la gran ley de la solidaridad cristiana, en virtud de la cual el trabajo de cada uno aprovecha a todos, mientras que la pereza daña tanto al bien general como al particular. 

B).- Al convencimiento hay que juntar el esfuerzo cotidiano y metódico aplicando las reglas que dimos para la educación de la voluntad no. 812. 

Y porque el perezoso retrocede instintivamente ante el esfuerzo, importa mucho demostrarle que NO HAY HOMBRE MÁS DESDICHADO QUE EL OCIOSO: porque no sabe en qué emplear o, como él dice, en qué matar el tiempo, se molesta, pierde el gusto de todo, y acaba por tener horror a la vida. ¿No sería mejor que trabajara un poco, que hiciera algo de provecho, y que se procurara un poco de felicidad haciendo felices a los que están a su alrededor? 

De los perezosos hay algunos que despliegan cierta actividad, pero solamente a los juegos, los deportes y las reuniones mundanas. A éstos hay que hacerles que tomen la vida en serio, y recordarles la obligación de hacer algo de provecho, para que dirijan su actividad a un campo más noble, y sientan el horror de ser parásitos. EL MATRIMONIO CRISTIANO, CON LAS OBLIGACIONES DE FAMILIA QUE LLEVA CONSIGO, ES MUCHAS VECES UN REMEDIO EXCELENTE: el padre de familia siente la necesidad de trabajar para sus hijos, y de no poner en manos extrañas la administración de sus bienes. 

Más lo que nunca recomendaremos bastante es la consideración del fin de la vida: estamos en el mundo, no para vivir como parásitos, sino para ganar con el trabajo y la virtud un lugar en el cielo. Y Dios no cesa de decirnos: ¿Qué hacéis ahí, perezosos? Id también vosotros a trabajar en mi viña. ‘Quid hic statis tota die otiosi?... Ite et vos in vineam meam.’ San Mateo XX, 6. 


Padre Adolphe Alfred Tanquerey, (1854- 1932) Compendio de Teología Ascética y Mística.




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