La avaricia es el amor desordenado de los bienes terrenos. Para saber en qué consiste el desorden de la avaricia es menester considerar el fin para el que el Señor concedió al hombre los bienes temporales.
A).- El fin que Dios se propuso es de dos clases: nuestro provecho propio y el de nuestros hermanos.
Los bienes de la tierra le fueron dados al hombre para que remediara sus necesidades temporales del alma y del cuerpo, para conservar su vida y la de los que dependen de él, y para procurarse los medios de cultivar su entendimiento y sus otras facultades. De estos bienes:
Unos son necesarios para el presente o para el porvenir; tenemos el deber de adquirirlos con un trabajo honrado.
Otros son útiles para acrecentar progresivamente nuestros recursos, asegurar nuestro bienestar o el de los demás, contribuir al bien público fomentando las ciencias o las artes. No está prohibido desearlos para un fin honesto, siempre que se dé la parte correspondiente a los pobres y a las obras de celo y de beneficencia.
Estos bienes también nos fueron dados para remediar a aquellos de nuestros hermanos que están en la indigencia. Somos, pues, en cierto modo, los tesoreros de la Providencia, y debemos gastar nuestros bienes superfluos en socorrer a los pobres.
B).- Ahora ya nos es más fácil exponer dónde se halla el desorden en el amor desordenado de los bienes terrenales.
Hay a veces desorden en la intención: deseando las riquezas por ellas mismas, como fin, o para fines intermedios que convertimos en fin último, por ejemplo, para procurarnos los placeres y los honores. Si en esto paramos la intención, si no consideramos la riqueza como un medio de conseguir bienes de mayor monta, es una especie de idolatría, el culto del becerro de oro: no vivimos sino para el dinero.
Manifiéstase también en la manera de adquirirlas: búscaselas con ansiedad, por todos los medios posibles, con daño de los derechos del prójimo, de la propia salud o de la salud de nuestros empleados, con especulaciones atrevidas, con riesgo de perder el fruto de nuestras economías.
Muéstrase en la manera de usar de ellas:
No se gastan sino con dolor, con tacañería, porque queremos amontonarlas para estar más seguros, o para gozar de la influencia que da la riqueza.
No se da nada a los pobres o a las obras buenas; capitalizar es el fin supremo que el avariento persigue a todo trance.
Algunos llegan a adorar sus dineros como a un ídolo, los guardan bajo siete llaves, los palpan con delicia: éste es el tipo clásico de avaro.
C).- Este pecado no es en general propio de los jóvenes que, todavía ligeros e imprevisores, no piensan en reunir un capital; sin embargo, se ven excepciones entre los caracteres sombríos, inquietos y calculadores.
Manifiéstase en la edad madura y en la vejez; porque entonces crece el miedo de que falte, fundado en el temor de las enfermedades o de los accidentes que pueden traer consigo la imposibilidad o la incapacidad de trabajar. Los celibatarios, los solterones y las solteronas, están muy expuestos a incurrir en este vicio, por no tener hijos que los socorran en su vejez.
D).- La moderna civilización ha sido causa de que se desarrollara otra forma del amor insaciable de las riquezas, la plutocracia, el ansia de llegar a ser millonario o archimillonario, no para asegurarse un porvenir tranquilo para sí y para los hijos, sino para conseguir el poder dominador que da el dinero.
Quien dispone de sumas enormes de dinero, goza de una influencia muy grande, y ejerce una potestad muchas veces más eficaz que la de los gobernantes; hay quien es el rey de acero, del hierro, del petróleo, de la banca, y manda sobre los jefes de estado y sobre los pueblos. Tal dominación del oro degenera muchas veces en insoportable tiranía.
2º Su malicia.
A).- La avaricia es una señal de falta de confianza en Dios, que ha prometido velar por nosotros con paternal solicitud, y no permitir que nos falte nada de lo necesario, siempre que pongamos en él nuestra confianza. Convídanos a considerar las aves del cielo, que no siembran ni siegan, los lirios del campo, que no trabajan ni hilan; no para que nos demos a la pereza, sino para sosegar nuestros cuidados y para que confiemos en nuestro Padre celestial.
Más el avaro en vez de poner su confianza en Dios, la pone en la muchedumbre de sus riquezas, y hace injuria a Dios al desconfiar de él: ‘He ahí el hombre que no contó con el favor de Dios, sino que puso su confianza en sus grandes riquezas, y no hubo quien le apeara de su vanidad’.
Esta desconfianza va junta con una excesiva confianza en sí mismo y en la propia actividad: pretende el avaro ser su providencia, y cae por eso en una especie de idolatría al hacer un dios del dinero. Más nadie puede servir a la vez a dos señores, a Dios y a la Riqueza: ‘No podéis servir a Dios y a las riquezas.’
Este pecado es, pues, grave por su naturaleza, por las razones que hemos indicado; también lo es cuando por él se falta a deberes graves de justicia, por los medios fraudulentos de que se vale el avaro para adquirir o conservar la riqueza; de caridad cuando no seda la debida limosna; de religión, cuando dejamos nos ocupe tanto los negocios que no queda sitio para los deberes religiosos. – Pero no es más que pecado venial cuando no nos obliga a faltar a ninguna de las principales virtudes cristianas ni a ninguno de nuestros deberes para con Dios.
B).- En el orden de la perfección, el amor desordenado de las riquezas es muy grave obstáculo.
Es una posición que tiende a ocupar el lugar de Dios dentro de nuestro corazón: éste, que es el templo de Dios, es asaltado por toda clase de deseos angustiosos de las cosas de la tierra, de inquietudes, de preocupaciones absorbentes. Más, para unirnos con Dios, es menester que no esté ocupado el corazón por criatura alguna, ni por cuidado alguno terrenal; porque Dios quiere para sí ‘toda el alma, todo el corazón, todo el tiempo y todas las fuerzas de sus amadas criaturas’. – Es menester, sobre todo, que esté vacío de soberbia; más la afición a las riquezas da pábulo a la soberbia, porque confía más el avaro en sus riquezas que en Dios.
Dejar que el corazón se aficione al dinero es cerrar la puerta al amor de Dios; porque donde está nuestro tesoro, allí está nuestro corazón: ‘ubi thesaurus vester, ibi et cor vestrum erit’. Desasirle de esta afición es abrir a Dios la puerta del corazón; el alma que no tiene riquezas, es rica de Dios: toto Deo dives est.
La avaricia lleva también a la inmortificación y a la sensualidad: cuando se tiene dinero y se le estima, se desea gozar de él procurándose muchos placeres; o, si se priva el avaro de esos placeres, es para poner todo su corazón en el dinero. En el uno y en el otro caso, es el dinero un ídolo que nos aparta de Dios. Importa mucho, pues, huir de tamaño peligro.
3º Remedios.
A).- El remedio principal es la honda convicción, fundada en la razón y en la fe, de que las riquezas no son un fin, sino medios que nos da la Providencia para remediar nuestras necesidades y las de nuestros hermanos; que Dios es siempre el Dueño Soberano de todas las cosas, y nosotros no somos, en verdad, sino sus administradores, que habremos de dar a su tiempo cuenta estrecha al Supremo Juez. – Que son bienes que se acaban; que no los llevaremos a la otra vida, y que allí no valen para nada, aunque los lleváremos; y que, si fuéramos prudentes, atesoraríamos para el cielo y no para la tierra: ‘No atesoréis riquezas en la tierra, donde la polilla y la herrumbre las destruyen, y donde los ladrones las socavan y las roban; sino atesorad en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen ni los ladrones socavan ni roban.’ Mateo VI, 19.
B).- Para desasir el corazón de ellas, el medio más eficaz es colocar nuestros bienes en el banco del cielo, empleando buena parte de ellos en dar a los pobres y en las obras de misericordia.
Dar a los pobres es prestar a Dios, y se recibe en pago el ciento por uno, aún aquí en la tierra, por el consuelo de repartir felicidad en torno nuestro; pero más en el cielo, donde Jesús, que tiene por dado a él lo que se da al más pequeñuelo de los suyos, cuidará de restituirnos en bienes imperecederos los bienes temporales de que nos hubiéramos desprendido por él.
Prudentes son los que cambian los tesoros de aquí abajo por los del cielo. En procurar por Dios y por la santidad consiste la prudencia cristiana: ‘Procurad primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura’ ‘Quaerite primum regnum Dei et justitiam ejus; et haec omnia adjicientur vobis.’ Mateo VI, 33.
C).- Los perfectos van aún más lejos: venden todo lo que tienen para darlo a los pobres, o para ponerlo en común, si entran en una comunidad. – También se puede, aun guardando el total, desprenderse de las rentas, no haciendo uso de ellas sino según el consejo de un sabio director. De esta manera, aun siguiendo en el estado en que nos puso la Providencia, practicaremos el desasimiento de espíritu y de corazón.