“¿Qué se requiere por nuestra parte para que la vida de Cristo en nosotros sea una realidad operante?
En primer lugar, conservar esta verdad presente en la memoria, decirse frecuentemente a sí mismo: ‘Cristo quiere vivir en mí, orar, amar, obrar y padecer en mí.’ Si así lo hacemos depondremos espontáneamente el hombre viejo con sus deseos desordenados, bajos, ruines, para albergar en nuestro corazón los mismos deseos de Cristo. Es necesario de todo punto despojarse del hombre viejo. Entonces comprenderemos las palabras del Bautista: ‘Preciso es que Él crezca y yo mengüe’ [San Juan III, 30].
Moralmente hablando, es preciso perder la personalidad propia, perderla en buen sentido, para vivir en Cristo, como los miembros en la cabeza: Para pensar, desear, obrar con Él y en Él, como la mano obra bajo la moción y dirección de la cabeza. El espíritu de Cristo va sustituyendo progresivamente nuestro propio espíritu.
Nuestro espíritu propio es un modo de pensar, de sentir, de juzgar, de amar, de obrar, y de padecer; es una mentalidad especial y limitada y superficial dependiente de nuestro temperamento físico, de las reminiscencias atávicas según las leyes de herencia, del influjo de las circunstancias externas, de las ideas de nuestro tiempo y de nuestra región. Este espíritu propio ha de ser sustituido por el espíritu de Cristo, por su modo de pensar, de juzgar, de sentir, de amar, de obrar y de padecer. Entonces vive realmente Cristo en nosotros.
Los santos llegaron por este camino a una impersonalidad superior, muy superior a la propia personalidad natural. Santo Tomás, en el orden especulativo, es un ejemplo manifiesto al no hablar jamás de sí mismo en sus obras. Permaneciendo en un plano objetivo vino a ser el ‘Doctor Común’ de la Iglesia. Igual sucede en el orden práctico. Son muchos los santos en los que resplandece manifiestamente la vida de Cristo. Tal, por ejemplo, el santo cura Vianney. En ellos se verifican plenamente estas palabras: ‘Para mí la vida es Cristo’. Sólo los santos comprendieron que nuestra personalidad moral no se perfecciona hasta el límite sino cuando de alguna manera se pierde en la personalidad de Cristo, como el río está completo cuando se precipita en el mar.
Por eso los santos sustituyeron sus propios juicios e ideas por los juicios de Cristo recibidos por la fe; sustituyeron su propia voluntad por la voluntad santísima de Cristo; su acción personal por su acción santificadora. Se hicieron siervos de Dios en toda la extensión de la palabra. Sirvieron a Cristo como la mano sirve a nuestra voluntad. San Pablo pudo decir: ‘Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí’ [Gálatas II, 20]. Y San Juan Crisóstomo: ‘Corazón de Pablo, corazón de Cristo’.
Sin embargo, esto necesita una inteligencia recta y total. No quiere decir que Cristo deba disminuir, descendiendo a nuestra vida inferior, sino que nosotros debemos ofrecernos a Él para que viva en nosotros su vida superior, muy superior a la nuestra propia. Por ejemplo, cuando oramos debemos acogernos a la gran oración de Cristo, para que su oración se prolongue de algún modo en nosotros, se proyecte y continúe en nosotros.
Si de veras emprendiéramos este camino no sólo seríamos mejores, sino que nuestra alma se abandonaría a sí misma y viviría olvidada de sí. Ahora es cuando se entienden las palabras que Cristo dijo a muchos santos: ‘Déjame vivir en ti; tú morirás a ti mismo.’ Así lo hicieron San Benito, San Francisco, Santo Domingo, San Vicente de Paúl; todos los santos que por este medio llegaron a la santa libertad de los hijos de Dios. Esto, que vale para los fieles, tiene especial aplicación a los sacerdotes.
Hay que desnudarse del hombre viejo y ‘revestirnos del hombre nuevo’. Revestirse de Cristo, como dice San Pablo.”
R. Garrigou-Lagrange O.P. “La unión del sacerdote con Cristo”, capítulo III, páginas 57-60.